Mons. João
Scognamiglio Clá Dias, EP
I – Cristo, el centro de la
Historia
Vivimos
en el año 2011 y a nadie le caben dudas al respecto, porque así quedó
establecido, por consenso universal, el criterio para elaborar nuestro
calendario. Este hecho bastaría por sí mismo para comprobar que hace dos
milenios y once años, en una gruta de Belén, nació el Niño Dios con la misión
de salvar al mundo. Es una de las pruebas de la gran importancia que todos los
pueblos, creyentes o no, atribuyeron al acontecimiento que terminó por dividir
la Historia en dos grandes períodos: antes y después de Cristo. No pasaron
muchos siglos para que urbi et orbe, tres veces al día, las campanas de las
iglesias tañeran a fin de recordar y alabar al cielo por la Encarnación del
Verbo; el Ángelus se convirtió en una devoción universal. La emoción y el
júbilo impregnaron la tierra, y a lo largo de los tiempos, en la celebración de
la Navidad, siempre resonaron los cantos litúrgicos y los villancicos
destinados a manifestar la misma alegría de hace más de veinte siglos: “Hodie
Christus natus est” (1).
“La luz
luce en las tinieblas” (Jn 1, 5): “Christus natus ex pro nobis”, Él ha nacido
para nosotros, para la humanidad de todas las épocas hasta el Juicio
Final. El glorioso nacimiento del Niño Jesús constituye una
inagotable fuente de salvación; e invariablemente –sobre todo en este año tan
marcado por las amenazas de guerra, convulsiones y
terrores– la invitación que esta festividad hace a los hombres llega colmada de
promesas.
II – Viaje de José y María a Belén
1 Por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando
que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo
Quirino gobernador de Siria. 3 Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad.
No hay
una sola palabra o un solo gesto relacionado con la vida de Jesús que no
contenga varios y altísimos significados. Por eso se multiplican a lo largo de
los siglos los comentarios e interpretaciones sobre las narraciones
evangélicas. Este primer versículo ofrece un ejemplo interesante. Santo Tomás
de Aquino, por ejemplo, se expresa así:
“Cristo
vino para hacernos volver del estado de esclavitud al estado de libertad. Y por
eso, así como asumió nuestra mortalidad para devolvernos a la vida, de igual
modo, como dice Beda, ‘se dignó encarnarse en un tiempo en que, apenas nacido,
fuese empadronado en el censo del César y, por liberarnos a nosotros, quedase
él sometido a la servidumbre'" (2). Más allá de los
aspectos teológicos relacionados con el empadronamiento, podemos considerar
razones concretas, de cuño geográfico y sociológico, que aclaren más la
providencialidad en la elección de la época para que naciera el Mesías.
En ese
tiempo, el lugar de nacimiento del fundador de la estirpe tenía importancia
fundamental para determinar los orígenes de una familia. Incluso después de
dividirse en innumerables ramificaciones que iban a otros lugares, a veces
lejanos, para establecerse, esas nuevas colmenas humanas guardaban una estrecha
relación con su punto de partida geográfico. El pueblo judío observaba esa
costumbre a más no poder, y los romanos se valieron de ella para hacer cumplir
el edicto de César Augusto, a fin de llevar a cabo un censo exacto del pueblo.
Por esto, José se vio en la obligación de presentarse ante las autoridades en
“la ciudad de David, que se llamaba Belén”. La Sagrada Familia debería, pues,
emprender un viaje de tres o cuatro días desde Nazaret hasta Belén (cerca de
140 km), tiempo empleado por las caravanas de la época. Dicho sea de paso,
Belén estaba en el carrefour de las rutas de caravana con destino a Egipto,
siendo un lugar de descanso para los viajeros.
4 Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a
Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y
familia de David, 5 para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.
La
mención que hace san Lucas al estado de gravidez de María Santísima propicia
comentarios e hipótesis. Una vez que la obligación de presentarse en Belén era
solamente de José, ¿por qué también María habrá emprendido el viaje en su
compañía?
Según
algunos autores, tal vez ambos habían decidido su definitivo traslado a la
ciudad cuna de la estirpe del Rey Profeta. Tanto más cuando en la Anunciación
realizada por san Gabriel constaba que Dios daría al Niño el trono de su padre
David. Además –argumentan dichos
autores– el profeta Miqueas, varios siglos antes, había hecho referencia a la
ciudad de Belén como lugar de procedencia del que gobernaría al pueblo judío
(cf. Miq 5, 1).
Por otro
lado, también es posible que José no quisiera dejar sola a María en tales
circunstancias, sobre todo si tomamos en cuenta la gran santidad de este varón
que sería el padre legal y el tutor del Hijo de Dios. José, ciertamente, quería
adorarlo cuanto antes y desde el primer momento.
Quizás
todas las hipótesis se conjuguen y tengan cabida. Sea como fuere, el
desplazamiento debió ser muy fatigoso para la Santísima Virgen, tan próxima ya
del término de su gestación. Los caminos, tortuosos y descuidados, estaban
repletos por el tránsito de los convocados al censo. Borricos y camellos
circulaban en uno y otro sentido en número superior al habitual. Además, Belén
se sitúa a 10 km al sur de Jerusalén, a más de 700 metros de altura sobre el
Mediterráneo y a casi 1.200 metros por encima del nivel del Mar Muerto; por
tanto, una y otra ciudad se hallan a una altura muy semejante. Era la última
región habitable camino al Mar Muerto. Así, los últimos trechos del camino
recorrido para llegar a Jerusalén y pernoctar en Belén, fueron abruptos.
Tal vez
se piense que por el enorme consuelo de convertirse en madre dentro de poco, la
Santísima Virgen no sentiría el cansancio de un trayecto tan penoso. Pero hasta
eso se le exigió para hacer más meritoria su participación en la obra redentora
de su Divino Hijo. A esa incomodidad se añadiría otra: los “hoteles” de
aquellos tiempos. Las condiciones de hospedaje no se asemejaban ni remotamente a
las actuales, bajo los más variados aspectos. Los viajeros ocupaban divisiones
contiguas debajo de pérgolas – por lo tanto, sin techo– o, para los que tenían
más recursos, en cubículos cubiertos. Estos y aquellos se ubicaban a lo largo
de un muro alto que rodeaba un amplio patio, en donde los huéspedes dejaban sus
respectivos animales. Una sola puerta daba acceso al interior del albergue. En
las noches de sobrepoblación no era raro encontrar gente acampada en ese patio.
La convivencia entre hombres, en medio de animales, se nutría de “comilonas”
alegradas con canciones, palabrería e, incluso, discusiones. A este ambiente no
le era ajeno un indescriptible prosaísmo, común en esos tiempos.
La
agitación creada por el empadronamiento no extrañó a los judíos, puesto que el
ambiente a lo largo de las celebraciones de Pascua era el mismo. Todavía no
existía el recato que la Preciosa Sangre de Cristo introdujo después en la
civilización cristiana. Todo se hacía sin reservas a la vista de todos: nacer o
morir, enfermar o curarse, dormir o agitarse, etc. Ese es el verdadero sentido
de la afirmación de san Lucas: “porque no había sitio para ellos en el mesón”.
No era tanto que estuviera lleno, sino que no les resultaba adecuado.
¿Y por
qué Belén?
El
nombre de la ciudad tiene origen hebreo: “Betlehem”, es decir, “casa del pan”,
porque era una localidad muy fértil. Quien cantó místicamente las glorias de
Belén fue santa Paula, en el año 383: “¡Te saludo, oh Belén, casa del pan,
donde el pan bajado del cielo vio la luz de la tierra! ¡Te saludo, oh Efratá,
campo riquísimo y fértil, que entre tus frutos trajiste al mismo Dios!"
(3). Santo Tomás de Aquino explica algunas de las razones por las
cuales Jesús eligió Belén para nacer y Jerusalén para morir:
“David
nació en Belén, pero eligió a Jerusalén para establecer en ella la sede de su
reino y para edificar allí el templo del Señor, con lo que Jerusalén se
convirtió en ciudad real y sacerdotal. Ahora bien, el sacerdocio y el reino de
Cristo se realizaron principalmente en su pasión. Y por eso eligió
convenientemente Belén para su nacimiento, y Jerusalén para su pasión. (...)
“Como
dice Gregorio en una Homilía, ‘Belén se traduce por casa de pan. Es el mismo
Cristo quien dice: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo'. […] Con esto
confundió a la vez la vanidad de los hombres, que se glorían de traer su origen
de ciudades nobles, en las que buscan también ser especialmente honrados.
Cristo, por el contrario, quiso nacer en una población desconocida, y padecer
los agravios en una ciudad ilustre" (4).
Belén
cuenta con un pasado histórico rico en contenido y simbolismo. Ahí fue
enterrada Raquel, la esposa de Jacob (cf. Gen 35, 16- 19) y hasta hoy se puede
visitar su tumba. En la división del territorio de Israel que efectuó Josué,
Belén le cupo a la tribu de Judá, en que nació David. Pero después del
nacimiento de Jesús la ciudad se eclipsa. Los Evangelios no la mencionan más, y
se queda con los resplandores de las primeras miradas del Salvador recién
llegado al mundo. Solamente en el siglo II, san Justino y Orígenes, junto a
otros escritores, revivirán las glorias de la ciudad.
III - Nace el Salvador
6 Y mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento, 7 y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le
acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en el mesón.
Por fin,
una vez instalados, María sugirió a José rezar juntos por los que se habían
negado a recibirlos, y le comunicó la hora del nacimiento, pidiéndole preparar
bien el pesebre para honrar y adorar al Niño apenas llegara a este mundo.
Después
de estar algunos momentos afuera, José regresó a la gruta encontrándola como en
llamas de tanta luz. Inmediatamente, se postró con el rostro en tierra. Esa luz
que rodeaba a la Santísima Virgen fue creciendo en intensidad y a la
medianoche, después que María entrara en éxtasis y levitación, y con la propia
naturaleza de los alrededores como animada por un gran júbilo, nació el
Salvador. Al moverse el Niño, haciendo oír sus primeros llantos, su Madre “le
envolvió en pañales y le acostó en un pesebre”. El cielo bajó a la tierra para
adorarlo, mientras la Virgen, abrigándolo con su amplio manto, lo amamantaba.
Pasada una hora, María llamó a José, que todavía estaba postrado en oración.
Júbilo, humildad y fervor son las cualidades con que la vidente Ana Catalina
Emmerick describe el estado espiritual de José cuando recibió al Niño en sus
brazos, con lágrimas de alegría. El recién nacido era según su expresión
“brillante como un relámpago.
A
esta altura del presente artículo –tal vez por encontrarme en este momento en
una capilla, muy cerca de Jesús-Hostia expuesto en adoración– siento el
ferviente deseo de dirigir a las almas que leen este relato lo que san Pablo
implora al Padre para los Efesios: “Que Cristo [Niño] habite por la fe en
vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y
la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, y
que os vayáis llenando hasta la plenitud misma de Dios” (Ef 3, 17-19).
Esta
noche presenciamos litúrgicamente el nacimiento de Cristo en el tiempo, ya que
por su naturaleza divina ha sido engendrado desde la eternidad, como afirma
santo Tomás de Aquino: “En Cristo hay dos naturalezas: una, la que recibió del
Padre desde la eternidad, y otra, la que recibió de la madre en el tiempo. Y
por eso es necesario atribuir a Cristo dos nacimientos: uno, por el que nace
eternamente del Padre; otro, por el que nació temporalmente de la madre"
(5).
“Y el
Verbo se hizo carne…” (Jn 1, 14). La Segunda Persona de la Santísima Trinidad
está entre nosotros. Este acontecimiento único e insuperable refulge sobre toda
la Historia, y aunque ocurrió hace más de dos mil años, es actualísimo. Dios
quiso hacerse sensible y visible, y todavía hoy, como sucederá hasta el final
de los tiempos, podemos tener contacto con los esplendores de la Encarnación a
través de los sacramentos. El Verbo se hace carne diariamente en nuestros
altares. Por esta razón, la Misa de Gallo posee un significado muy especial.
Que el Espíritu Santo inflame nuestro corazón para sacar provecho de todas las
gracias y dones traídos por el Niño Dios esta noche, cuando viene a luz.
8
Había en la misma comarca unos pastores que dormían al raso y vigilaban por
turno durante la noche su rebaño. 9 Se les presentó un ángel del Señor, y la
gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de gran temor.
También
David había sido pastor de ovejas, y en esa gruta habían tres de sus
descendientes, uno de los cuales era el Hijo del Altísimo. La corte celestial
ya había rendido culto y homenaje al Niño. Nacido con nuestra naturaleza, era
digno y justo que recibiera también la adoración de nuestra sociedad.
En pocas
palabras, estos son los motivos por los cuales los pastores estaban excluidos
de los pleitos judiciales de los fariseos, no eran aceptados como testigos y ni
siquiera podían entrar a sus tribunales.
Así, el
Niño Dios inició su misión como piedra de escándalo apenas nació, dejando de
lado a los que no creen. Herodes oiría por boca de los Reyes Magos el anuncio
del gran milagro; los que negaron posada a los padres del Niño y los propios
fariseos, con su pérfida obstinación, también rechazarían los milagros de
Jesús. Todos éstos no creyeron. Los ángeles buscaron a los pastores porque
tenían una robusta virtud de la fe, forjada en obediencia. No era fácil creer
en un Mesías nacido en las condiciones más pobres, en un establo, entre un buey
y un burro; los pastores fueron elegidos por Dios no por su sencillez de vida y
de costumbres, ni siquiera por su escasa capacidad económica –porque en Israel
había muchos otros más pobres y simples que ellos–, sino por estar
predispuestos a creer.
Sin
embargo, los pastores “se llenaron de gran temor”. Herodes también temería, al
igual que más tarde los escribas, los fariseos y el sanedrín; pero son temores
muy diferentes. Para los judíos, la aparición de un ángel siempre venía
acompañada con la idea de una muerte instantánea. Pero, además, en este caso se
daba la manifestación de la gloria de Dios, y el efecto natural de su grandeza
es el temor, seguido por la admiración o el odio, pero nunca por la
indiferencia. Por eso unos irán corriendo a la gruta para adorarlo y otros
querrán matarlo.
10 El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran
alegría, que lo será para todo el pueblo: 11 Os ha nacido hoy, en la ciudad de
David, un Salvador, que es el Cristo Señor. 12 Esto os servirá de señal: encontraréis
un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
El
anuncio del ángel se inicia con una disposición: “No temáis”. Estas palabras se
referían a su propia aparición, evidentemente, pero podrían ser puestas en un
letrero encima del pesebre donde reposa el Niño Dios. A pesar de la fragilidad
del recién nacido, ahí se encuentran la Grandeza infinita de Dios, la Verdad,
la Justicia y la Bondad. Tememos la Justicia por nuestra naturaleza defectuosa
y por ser pecadores, y tal como la luz muy brillante puede herir los ojos
enfermos, así tiembla nuestra maldad frente a la Grandeza de Dios.
Por eso,
el ángel recomendó en tono imperativo que no tuviesen miedo, y acto seguido les
habló de una “gran alegría”. De hecho, es imposible una alegría más grande. Había
nacido el Mesías, objeto de sus largas conversaciones y de sus innumerables
contemplaciones. A pesar de su tosca formación, los pastores estaban exentos
del dogmatismo cerrado de los fariseos; con la fe inocente de los campesinos
que eran, llenos de la gracia del Espíritu Santo, inmediatamente creyeron en el
mensaje angelical.
Encontrar
el lugar no era problema para ellos, pues conocían todos los establos. En las
noches muy frías o de lluvia buscaban refugio en tal o cual gruta. El ángel les
da la señal indicativa: “un niño envuelto en pañales y acostado en un
pesebre”".
13 Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército
celestial, que alababa a Dios diciendo: 14 «Gloria a Dios en las alturas y paz
en la tierra a los hombres de buena voluntad».
Pongamos
atención en estas palabras: “multitud del ejército celestial […] gloria a
Dios”.
Sí, la
mayor gloria que la humanidad y los mismos cielos podrían dar a Dios se realizó
en el grandioso nacimiento del Señor. Toda la creación reunida en un solo coro
– incluyendo a la Santísima Virgen– jamás prestaría a Dios la alabanza que se
elevó del Niño Jesús en su nacimiento. Antes que éste se produjera, los cantos
de todos los seres eran débiles y sin resonancia. Con la venida de Cristo,
causa meritoria y eficiente de nuestra divinización, toda la obra de la
creación alcanzó una cota inimaginable. Quedando Jesús como centro y modelo de
todo, no sólo el canto se volvió distinto, sino que Él empezó a cooperar
también en la infinita glorificación que el Padre quiere recibir en tributo. La
humanidad adquirió como cabeza y sacerdote al propio Cristo, cuyo solo nombre
glorifica a Dios por completo.
Aquel Niño en el pesebre, desde su
primer momento y a lo largo de su vida, en sus palabras, obras y sufrimientos,
no quiso sino ser instrumento para servir, alabar y glorificar a Dios. El
hombre será tanto más noble mientras más se considere una criatura de Dios y de
este principio extraiga todas las consecuencias, otorgando a su vida un orden
completo, de lo cual nacerán las virtudes más hermosas. El Niño que esta noche
llegó al mundo, desde que abrió los ojos fue siempre sumiso a Dios con una
completa justicia, equidad y perfección.
Incluso
sin considerar el carácter expiatorio de su Encarnación, ya resulta insuperable
la gloria que se elevó a Dios a partir de la gruta en Belén.
En
armonía con ese “Gloria a Dios en la alturas”, el Niño vino a traer la paz a
los hombres. Sí, porque nos reconcilió con Dios, nos enseñó a conocer bien y
amar al Padre, así como a nuestros hermanos, y nos llamó a la santidad muriendo
por todos y cada uno. Nuestra finalidad se volvió claramente explícita, así
como fue señalada la forma de gobierno sobre nosotros mismos y sobre las
criaturas.
Una
vez más, acerquémonos al Pesebre y adoremos al Niño, Príncipe de la Paz, y
oigamos la voz de Isaías: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del
mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación,
que dice a Sión: ‘¡Ya reina tu Dios!'” (Is 52, 7). Él, autor de la gracia
santificante sin la cual “no puede haber paz verdadera, sino sólo aparente”
(6).
Esa
es la invitación esencial para el mundo de hoy, víctima de las guerras, las
catástrofes y las amenazas: arrodíllate, y junto a María, José y los pastores,
escucha el saludo de san Pablo: “Que el Señor de la paz os conceda la paz
siempre y en todas su formas” (2 Tes 3, 16).
(Revista
Heraldos del Evangelio, Dic/2006, n. 60, pag. 10 a 17)