
Tal
vez la veracidad del hecho quede relegada a segundo plano, mas la
genialidad del autor para hacer sentir las bellezas de Navidad –
capaz de ablandar hasta los más duros corazones – es
verdaderamente admirable.
Nos
encontramos en las afueras de la Francia napoleónica, comienzo del
siglo XIX, en un pueblito fronterizo libre del dominio de ese
dictador, por el momento… La inminente llegada de las tropas
francesas alarmó a la población. Las familias, aterrorizadas, se
apresuraron en buscar un refugio, cuando todavía tenían tiempo.
En
una humilde casa, mucho rezaba cierta anciana, protectora de su
huérfano nieto. Los dos eran franceses forajidos y, por eso, corrían
mayor peligro de ser reincorporados a la fuerza en el territorio
francés o, simplemente, asesinados…
La
señora estaba ansiosa para que el pequeño fuese a dormir en un
cuarto localizado al fondo de la moradita, pues así, la presencia
del niño podría pasar desapercibida. Entonces, ella dijo a su
nieto:
– Hijito,
pon rápido, en la chimenea, tu cartita al Niño Jesús, contándole
los regalos que quieres recibir, y vete a dormir, pues puede ser que
Él, encontrándote todavía despierto, no venga a visitarte.
Sí,
era Navidad, día 24 de diciembre.
El
pequeño se apresuró en dejar su pedido dentro de una bonita media
colorida, clavada en la chimenea, y entró en las sábanas de la cama
preparada por su abuela, en un cuarto al fondo de la casa, bajo el
pretexto de que era ese el lugar donde el Niño Jesús acostumbraba
dejar los regalos. Mal sabía el inocente cuál era el verdadero
motivo. Para él, en ese día, todo era alegría, pero para a su
abuela…
Horas
más tarde, el galope de los caballos comenzaba a escucharse por las
calles de la ciudad: invasión de casas, asaltos, saqueo… Las
escenas más dramáticas comenzaban a darse. La vieja señora, que no
soltaba de su mano el Santo Rosario, comenzó a oír el barullo
aproximarse de su casa y de aquí a poco… golpes de bastón en la
puerta:
– ¡Abra
la puerta o, si no, la derrumbaremos!
La
señora se apresuró entonces en abrir y, sin más explicaciones, un
enorme contingente de militares penetró en el recinto, ignorando
completamente la presencia de la anciana. Agarraron sillas, desplegaron mapas sobre la mesa y se pusieron a discutir tácticas de guerra,
que para la pobre señora sonaban como una lengua desconocida.
Ella, hasta ese momento, no había pronunciado una palabra, pues temía que su cargado acento francés la delatase.
Después
de mucho discutir, uno de los que parecía ser el jefe dio un golpe
en el mueble y dijo:
– ¡Necesito
pensar!
¡Esto no va a funcionar!
Levantó
su minúsculo cuerpo de la silla y se aproximó a la chimenea a fin
de calentarse. Sus ojos recayeron inmediatamente sobre el vistoso
objeto que la adornaba: una media colorida conteniendo una carta…
La tomó y, al leer la primera linea, preguntó a uno de sus
ayudantes:
– ¡Comandante!
¿Hoy es Navidad?
Sorprendido
por la pregunta, proveniente de los labios de ese hombre
maduro, hombre de conquistas, hombre de asuntos importantes… llamado Napoleón Bonaparte, del cual sería difícil imaginar que pensase en
esas “niñerías”, el comandante respondió , llevado más por el
miedo de no hacerlo:
–Sir,
hoy es Navidad. 24 de diciembre…
Mientras
oía, Napoleón prosiguió la lectura de la cartita, la cual decía:
–“Niño
Jesús, tráeme, por favor, soldaditos franceses”…
–¿Señora,
por si acaso hay algún francés en esta casa?– indagó Napoleón.
–¡Sir,
por misericordia, no le haga ningún mal!– respondió angustiada–
¡Es un niño inocente! Haga conmigo lo que usted quiera…
– ¿Donde
está el niño?
– Por
favor, no le haga…
E,
interrumpiendo a la anciana, Napoleón se metió por el corredor de
la casita, acompañado por los comandantes. Al llegar al
cuarto del fondo, ordenó que permaneciesen en la puerta y él entró
solo, haciéndose un misterioso silencio. ¿Qué
preparaba esta vez?–
pensaban todos. Con mucho cuidado para no perturbar el profundo sueño
del pequeño, el general lo cargó en sus brazos y salió de la casa,
en medio de los sollozos de la desolada abuela.
El
sol ya estaba naciendo. A galope corto, Napoleón llegó al
campamento de sus tropas, cuando los primeros rayos matinales
despuntaban. Al avistar al general, los corneteros dieron el toque de
llamada para la solemne recepción y rápidamente se formaron dos
enormes filas de soldados.
El
sonido de las cornetas habían despertado al niño, que venía
balanceándose en los brazos de Napoleón y, al ver que los pequeños
párpados se abrieron, el general le dice:
–Entonces,
¿no pediste soldaditos franceses? Pues aquí los tienes.
El
niño no lo podía creer… ¡Una estupenda multiplicidad de
banderas, uniformes e insignias desfilaban delante de su vista! Jamás
imaginó que el tamaño de los muñecos de plomo que pidió fuese
tan grande y, además, ¡estos se movían!
Esta
es la legendaria historia del ingreso en el ejército de Napoleón,
de uno de los principales comandantes de sus tropas, que lo auxilió
en innumerables campañas. Y, a respecto de la respetable abuela, que
no se preocupen los lectores: ella recibió la debida protección,
pues su nieto, de esa manera tan inesperada, se volvió un hombre muy
influyente.
Por
cierto, esta narración no pasa de ser un mero pretexto para compartirles
las fotos de estos soldaditos de plomo, ¡realmente artísticos!
Por otro lado, no deja de ser motivo de admiración en relación con otras épocas, ya pasadas, cuya cultura, arraigadamente católica, consiguió sembrar en los corazones tan profundos sentimientos de Fe, de manera tal que, hasta los personajes más reacios eran capaces de conmoverse ante la inocente atmósfera de la Navidad.
Por otro lado, no deja de ser motivo de admiración en relación con otras épocas, ya pasadas, cuya cultura, arraigadamente católica, consiguió sembrar en los corazones tan profundos sentimientos de Fe, de manera tal que, hasta los personajes más reacios eran capaces de conmoverse ante la inocente atmósfera de la Navidad.
Texto:
Sebastián
Correa Velásquez /Fotos:
João
Paulo Rodrigues