
En nuestro tiempo la moda se caracteriza por la sensualidad, y tiene en vista manifestar la mera corporeidad. Así, ciertas vestimentas actuales parecen manifestar una visión incompleta del hombre confiriendo un papel insignificante a aquello que nos distingue de los animales: el raciocinio y el espíritu.
La moda de siglos anteriores era opuesta a la actual, no solo en punto al pudor, sino también porque los hombres de esos tiempos cultivaron dos imprescindibles atributos de la moda: la originalidad y la elegancia. Distinción sin extravagancia, novedad sin excentricidad, son estas las características esenciales de una verdadera moda, la cual tiene como fin manifestar el esplendor moral del hombre.
Esta concepción de moda generó un verdadero arte de vestirse.
La Francia de los siglos XVII y XVIII y sus ecos posteriores legaron al mundo un magnífico testimonio de la más elevada noción de vestuario. Las amables damas se vestían como hadas de luz. Y los gentiles-hombres usaban tejidos aún más esplendorosos que las mujeres siempre cortados con gracia y primor. Estas vestiduras expresaban la voluntad de agradar a través de la gentileza, del buen gusto y la distinción. La moda del Antiguo Régimen alcanzó tal esplendor que el dominio francés sobre el mundo entonces civilizado no se daba principalmente a través de las armas o de los tratados comerciales, sino a través de la hegemonía de la cultura francesa. La manera de vestirse era el atestado de este triunfo. El ciudadano de cualquier nación que se juzgaba educado vivía à la française.
En diversas ocasiones el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira resaltaba a sus discípulos más jóvenes algunos aspectos de esta época en la cual el traje viril alcanzó su máximo esplendor. Encajes magníficos, capas y sombreros esplendorosos, terciopelos y sedas de coloración encantadora, golas y pelucas empolvadas, hacían del distinguido y varonil vestuario masculino, una verdadera moda del paraíso.
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